miércoles, 30 de abril de 2008

Digresiones

La Falta Ordenadora ordena la falta
Necesito estructuras, me dije. Algo que regule, ordene mi día. Estoy pronta para ir a francés - actividad estructurante y ordenadora. No voy a ir. Lo sé. No lo sé. Lo sospecho.
Será que necesito estructuras para poder romperlas? Será que necesito romper algo? Romper con algo? Faltar a una actividad, un compromiso o invitación, equivale en mí a cometer una falta? La culpa es el postre de semejante festín libertinoso.
Faltar a algo para estar presente en mí? Y es que lo logro? Difícilmente. Estar presente en uno es un don, un regalo, o bien, para los más capaces, un ejercicio que requiere disciplina y conciencia de sí. Será?
Faltar para escribir todo esto. O escribir todo esto para justificar débilmente mi falta. Falta de qué? Qué me falta? No era que me faltaban estructuras carajo?! Qué estoy haciendo? Escribiendo.

La Falta como Pérdida
Cada vez que se me da por no ir - llámesele faltar (ridículo término con grandes implicancias) a algún lugar a donde fui invitada, o a alguna actividad a la que me auto-invité, siento, primero que nada, alivio y el roce de lo que llaman libertad. Pero a esta sensación que dura apenas un instante le sigue inmediatamente (sin mediación) la culpa y la certeza de que me estoy perdiendo algo importante o significativo, y que esto me condena de manera inmediata y segura. No voy, ergo pierdo. Olvido por qué no fui, o por qué me quedé, me teletransporto al lugar en cuestión y me imagino con absoluta convicción (lo cual ya no es imaginar sino condenarse) las bondades perdidas y a jamás recuperar. Faltando me pierdo. Sólo a veces, y quisiera saber yo cómo esto se produce, me encuentro. Entonces me digo, "acá estoy, qué bueno".

martes, 22 de abril de 2008

YOGA : relajarse es posible

...ahora vamos a relajarnos...relajamos los dedos de los pies, las rodillas, el coxis, ahora los dedos de las manos...todo muuuuy relajaaaado....el cuero cabelludo, vamos a relajar cada punta reseca de cada pelo, cada cana, cada superficie desteñida. Ahora relajamos el mentón, la nariz, cada pelito de la nariz, las cejas....muuuy bien, ahora los dientes, las caries, caaada una de las pupilas gus-ta-ti-vas. Recorremos nuestra boca con la lengua, sentimos cada uno de nuestros dientes, ahora sacamos nuestra lengua, larga, laaaaaaarga, y la in-ser-ta-mos en la boca del compañero...

lunes, 21 de abril de 2008

La Promesa

La mujer cruzó la calle y en ese mismo instante se dio cuenta de que no llevaba puestos los anteojos. Se dio vuelta y miró hacia la vereda de enfrente. Sí, ahí estaban, resplandecían al sol. Caminó rápido hacia ellos sin mirar si venían autos, su mirada fija en el brillo que emanaban los lentes. Cuando estuvo a punto de alcanzarlos todo se puso negro a su alrededor – viene tormenta, pensó, y escuchó un ruido a puerta cerrada bruscamente por el viento.

La tormenta no vino, y en su lugar un sol cálido que lo cubría todo, y una brisa fresca que la arrullaba. Pero además alguien cantaba, una melodía extraña y a la vez familiar y que venía de muy lejos. Se llevó las manos a la cara y tocó un líquido tibio y espeso que también había humedecido su pelo. No sentía el resto del cuerpo. Intentó desplazarse con ayuda de las manos pero se sentía muy cansada, y el sol era tan tibio y ese líquido que le acariciaba la cara. De a poco se fue sumiendo en un sueño que prometía ser sumamente placentero, que se acercaba y se alejaba, como jugando con ella, iba y venía, igual que la melodía – ahora la recordaba, era la melodía de una vieja canción de cuna que le cantaba a su hija para que se durmiera. Ahora la melodía la arrullaba a ella, le acariciaba la cabeza, le prometía reposo. Cumpliría?

Pedagogía IV: Reto

Inocentemente fui a buscar a mi hija al jardín. Allí me recibió una jauría de niños y una Seño mal contenta. Aparentemente mi hija es Rita la Salvaje, y ya no Ricitos de Oro. Expulsadas del Jardín del Edén. Mi chiquita pegó, pateó, escupió y mordió : todos los NO del mundo infantil regido por los adultos. Será por eso que el reto más grande me lo llevé yo. Me retó largo y tendido la Seño, “señora, señora, su hija, su hija”. Y yo le ofrecí mi mejor sonrisa en un intento infructuoso por apaciguarla. “No puede ser”, repetía la Seño, moviendo sus brasos musculosos de un lado a otro, de arriba a abajo. Que se decida y eche a volar, pensé maliciosamente. Pero seguí sonriendo. No sirvió de mucho, pero realmente no se me ocurría qué otra cosa hacer. Después de todo, quién resiste una sonrisa? Aparentemente la Seño, acostumbrada a padres sonrientes y resignados. Pero la Seño no se resigna.
Apenas subimos al auto, Rita y yo, me preparé psicológicamente para retarla así como la Seño me había enseñado tan didácticamente. Mi hija me cortó en seco con un “Mamá, de dónde vienen las olas?”

sábado, 19 de abril de 2008

Hay días como hoy...

Hay días en que uno no sabe dónde meterse, no encuentra su lugar, no encuentra qué hacer ni con quién estar. Va de un lado a otro como un autómata, intentando dar con algo que lleve su nombre. Pero se encuentra huérfano de propósito, abandonado al azar del momento presente y el incierto futuro. A veces esto puede resultar terrorífico, y se intenta llenar el tiempo con todo tipo de actividades, algunas no muy activas que digamos. Hay algo del vacío, del tiempo libre, de la libertad misma, que nos termina enjaulando, tragando, paralizando. Así como la hoja en blanco puede resultar paralizante, el día en blanco a ser llenado a nuestro gusto y piacere puede resultar angustiante. Por qué? Alguna explicación habrá; yo todavía no logré encontrarla.

Y en esos días, necesito que algo o alguien me reclame, me encuentre. Como a un chico perdido en un museo, un parque de diversiones, una plaza : no veo las posibilidades a mi alrededor, sólo quiero que me vengan a buscar.

jueves, 17 de abril de 2008

Pensares

No hay nada más decadente que irse a dormir porque se terminó el vino.


Nada más egoista que pensar en los demás y ser consciente de ello. Para el caso, ser consciente es ser egoista.


Nada más tedioso que mostrarse interesado (lo esté uno o no; el tedio está en mostrarlo).


No hay nada más snob que usar la palabra snob.


Nada más propicio que llamarse María y estar llena de gracia.


Nada más descorazonante que el mate lavado.


Nada más corajudo que cantar fuera de la ducha.


Nada más terminante que una birome sin tinta.

domingo, 13 de abril de 2008

Salvación

Le tiemblan las manos; algo en su garganta le dificulta el tragar. Se toca reiteradamente el pelo como cerciorándose de no estar quedándose pelada, pero lo único que logra es quedarse con tres o cuatro pelos en la mano que distraídamente deja caer al piso con desdén. Se siente irritable y molesta; algo no le permite seguir el hilo de la historia que está leyendo. Deja y retoma el libro con un gesto de autómata. Es evidente que algo la preocupa, trastornando incluso su cavilar, pues no hay pensamientos en su cabeza, sólo tribulación y caos. Un caos de nada, un caos vacío. Espera.

La sala de estar donde se encuentra está compuesta por una mesa raída, con sillas que alguna vez pertenecieron a otras mesas; un sillón con el vientre reventado por tanto peso humano, y un televisor que permanece prendido a lo largo del día. A excepción de Lucía, la sala se encuentra desierta, con un cierto aire de abandono que la vuelve más lúgubre todavía. Como haciéndole burla, la sala también parece esperar, con la patética paciencia que se le atribuye sólo a los muertos.
Desde el patio se infiltran las voces de los otros que ríen y piden cigarrillos y fuego. Finaliza la hora del almuerzo. Lucía prende un cigarrillo, imitando inconscientemente a los otros, los del patio, los que no esperan. Pero en ese lugar todos esperan; esperan la hora del almuerzo, el momento de ir a fumar al patio, la hora de la siesta, la merienda, las visitas, las pastillas, el programa de televisión preferido, el ataque de pánico, la violencia y la desesperación, propia o ajena. Esperan que algo estalle, en ellos o en los otros. Ya no esperan la salvación, se saben condenados.
En la casa las reglas son estrictas y todo tiene un horario .Nada es dejado al azar, siendo el azar lo que los reunió allí. Con Lucía tuvieron que hacer una excepción; no reconoce ni el tiempo ni el espacio, no sabe dónde está ni en qué momento de su vida, o cómo y por qué llegó allí. Sólo espera. La dejan tranquila porque se ciñe a esta tarea autoimpuesta con más disciplina de la que se podría esperar de los otros, de cualquiera.

Repentinamente todo es silencio alrededor de Lucía, ya no se escuchan ni las voces de los otros, ni sus risas y pasos torpes.
Una figura difusa vestida con un camisón y bata de seda entra en la sala donde se encuentra Lucía, quien viste un atuendo similar. En el instante mismo en que hace su aparición la figura, el cuerpo de Lucía se relaja; permanece sentada; sus pupilas se dilatan y un brillo nuevo se asoma a sus ojos. “Viniste”, dice con vos trémula.
“Claro, no vengo a verte todos los días?”
“Sí, y todos los días te espero como si fuera la última vez.”
“Esta es la última vez. Vine, sí, para despedirme.”
Lucía reprime un sollozo, se para, se vuelve a sentar. La figura se le acerca, pero no la toca.
“A dónde te vas?”, pregunta Lucía.
“No llores, es mejor así”
“Cómo puede ser mejor? Por qué?”
“Ya es tiempo. Pasaron quince años. Es tiempo.”
“Quince años”, murmura Lucía, como si fuera un espléndido disparate que escucha por primera vez. “Quince años?”, repite sin entender.
“Quince años es mucho tiempo”, dice la figura, “ya sos grande, toda una mujer. Es hora de salir al mundo.”
“El mundo”, repite estúpidamente Lucía.
“El mundo”, hace eco la figura, “lo que está afuera, donde vivíamos.”
Un destello de luz atraviesa la mirada de Lucía. “Pero si nunca vivimos en el mundo, mamá. De qué mundo me hablás? Este, vos, esto es el mundo.”
La figura la mira con ojos llenos de ternura. Se acerca aún más, extiende su mano como para tocar el rostro de Lucía, pero la retrae. La mira un instante más, los ojos llenos de una oscura compasión. Retrocede unos pasos y abandona la habitación.
“Mamá”, llama Lucía.
Silencio. La sala quedó vacía. Lucía mira a su alrededor, pánico en sus ojos. Se aferra a su bata y la huele. Su cuerpo se vuelve a relajar. Alguien se acerca a la puerta y la escucha decir “Te espero mañana”. La enfermera entra en la sala y le pregunta a Lucía si necesita algo.
“Nada”, reponde ésta con firmeza y prende un cigarrillo.

jueves, 10 de abril de 2008

mamá trabaja

Juan
Mamá trabaja. Papá también. Pero se ve que mamá es más inteligente y fuerte que papá porque se ocupa más de nosotros y de las cosas de la casa. Además, cada vez que papá cocina o pone la mesa es todo un alboroto, sobre todo si hay visitas. "Qué bien Jorge", dicen las visitas, "cómo te ayuda". Como si papá fuera retardado y es todo un acontecimiento cuando levanta un plato o se ocupa de Carmencita que es chiquita todavía y molesta mucho. Mamá parece orgullosa de papá en esos momentos y a mí me da un poco de bronca, no sé si con mamá o con papá. Harán el mismo espamento en el trabajo de papá? Trabaja en una oficina, calculando cosas, creo. Se pondrán todos contentos cuando le sale bien una suma, como hacen conmigo cuando hago bien la tarea? A lo mejor yo heredé eso de papá, a lo mejor no soy tan inteligente como mamá que hace todo bien. No sé, y me da miedo preguntar. Están los dos muy ocupados. Y no le puedo preguntar a papá, se puede enojar. Y cuando se enoja se la agarra con mamá, pero ella siempre entiende. Esto también me da bronca, pero no sé si con mamá o con papá.



Sofía
Papá trabaja. Mamá también. Pero mamá trabaja menos que papá porque se ocupa de nosotros y de la casa. Se ve que no es tan inteligente como papá porque para trabajar hay que ser muy inteligente dice papá y no tanto para limpiar la casa y cocinar y estar con nosotros. A veces papá también hace estas cosas, pero como un favor a mamá quien siempre dice gracias. Y papá se pone muy orgulloso, igual que mamá, y le da un beso en la frente y le dice que tiene cosas que hacer que se ve son más importantes que las de mamá porque él nunca le dice gracias a ella cuando levanta la mesa por ejemplo. No sé, yo cuando sea grande quiero tener un trabajo como el de papá y que me digan gracias cuando hago algo en la casa.

jueves, 3 de abril de 2008

Delirio

Nilda trabaja como cajera en un pequeño supermercado. Es extremadamente rigurosa y eficiente, al tener la convicción de que el supermercado le pertenece. Ninguno de los otros empleados y encargados sabe de esta profunda convicción y es por eso que encuentran a Nilda un tanto extravagante e insufrible. En un estado de gran tensión y nerviosismo, se la pasa dando órdenes a sus compañeros y pierde la paciencia y la compostura cuando alguno de ellos comete un error o se mueve con parsimonia. Al principio, esta actitud de Nilda los irritaba y asustaba un poco, pero con el paso del tiempo llegaron a aceptarla, ya que su comportamiento se convirtió en la única diversión que rompiera con la monotonía del trabajo. Se entretenían observandola, su pequeña figura de músculos siempre en tensión, con su rodete impecable, apenas unos suaves mechones rubios que le caían sobre la frente y que Nilda ignoraba. Pero estos mechones dispares le daban un aire juvenil que la rigidez de su rostro y cuerpo contradecían. Constituían una excepción en su fisonomía, algo que apenas si la acercaba a resultar enternecedora. Los encargados, que eran dos, no compartían este punto de vista. Pero la excelencia y exactitud con que Nilda llevaba a cabo su trabajo – algo nunca visto en una cajera de supermercado – compensaba el hecho escalofriante de que estuviera loca de remate. Se movía con agilidad y presteza, nada se le escapaba. Resultaba difícil interferir con semejante personalidad.
Hacía ya un año que Nilda supervisaba su supermercado con cariño y esmero. Gracias a ella ya no faltaban mercaderías y todas las cajas se encontraban a disposición de los clientes. Estos tampoco conocían el secreto de Nilda, pero confiaban ciegamente en ella y su caja estaba siempre congestionada, aún cuando las otras tuvieran sólo dos clientes esperando. La fila que se aglomeraba tras la caja de Nilda desaparecía con una rapidez inusual. Jamás cometía un error ni requería de la asistencia de otros cajeros o de los encargados. Nunca le faltaba una birome (se aseguraba de llevar cinco nuevas todos los dias), y siempre tenía monedas para dar cambio a los clientes. Los demás cajeros comenzaron a dirijirse a ella cuando surgía algún problema, en lugar de dirigirse a los encargados, quienes, a esta altura, empezaron a dejarse estar, apoyándose en la excelencia de alguien a quien seguían considerando una simple cajera, aunque, en el fondo sabían que dependían cada dia más de ella, a pesar de sus sospoechas de que algo no encajaba.
“Qué le pasa a esta?”, se preguntaban. “Dejala”, decía Jorge, un hombre pelado de panza abundante que se dedicaba a pasearse por la fiambrería en sus momentos de ocio. Ernesto, el otro encargado, nunca sabía si esto lo hacía atraído por la chica de la fiambrería, una morocha atractiva y vivaz, o por los encurtidos, probablemente más vivaces y atractivos para Jorge, pensaba maliciosamente Ernesto, en sus momentos de ocio. “En fin”, concluía siempre Ernesto, “qué maquinita nos conseguimos con esta, no hace falta ni enchufarla”.
Al finalizar su jornada laboral, a las seis de la tarde, Nilda no iba derecho a casa sino que recorría los otros supermercados de la zona para estudiar precios, variedad de mercaderías, asi como el desempeño de los empleados. Entraba sigilosamente y observaba todo con sus pequeños ojos de roedor, abarcando el supermercado entero con su mirada. Recopilaba datos y, una vez en su cuarto de pensión, hacía números y le venían a la cabeza brillantes y audaces ideas para mejorar el servicio que brindaba a sus clientes. Al dia siguiente, informaba de esto a los encargados y empleados mientras se preguntaba por qué ponían esa cara de sorpresa e intercambiaban miraditas divertidas. Llegaba finalmente a la conclusión de que no compartían su espíritu de progreso y que si fuera por ellos el supermercado se iría al quinto demonio. Pero mientras ella estuviera in situ y los tuviera cortitos, el barco no corría peligro de naufragio.
Desgraciadamente, tanta actividad desenfrenada y el estrés correspondiente comenzaron a afectar su salud. Sufría de insomnio y le costaba levantarse a la mañana. Se daba cuenta de que su cabeza no estaba funcionando con la rapidez y lucidez habituales en ella.
La Sra. Etcheverri, dueña de la pensión donde vivía Nilda, de unos sesenta años de edad y con un fuerte instinto maternal, notó el cambio en la actitud de Nilda y, preocupada por la salud de su pensionista (siempre puntual en el pago), se decidió una mañana a preguntarle si tenía algún problema de salud o personal. “Sí, el personal”, le respondió Nilda con un suspiro, “me está dando mucho trabajo, no cooperan, vio”. La Sra. Etcheverri, confundida, le preguntó de qué hablaba. Fue así como se enteró del supermercado y de las demandas que le imponía a su dueña. La Sra. Etcheverri la miró perpleja. No entendía qué hacía la dueña de un supermercado viviendo en una pensión de mala muerte, no entendía qué hacía trabajando en el supermercado siendo la dueña, y menos aún, como cajera. Pero la Sra. Etcheverri no dijo nada de todo esto sino que se limitó a escuchar y desearle un buen dia. Pero esa misma noche interceptó a Nilda y le dijo que quería hacerle una sugerencia. “Conozco un profesional que la puede ayudar. Es evidente que está usted muy estresada mi querida. No se preocupe por los honorarios, los puede discutir con él, dígale que va de parte mía. Es un hombre muy flexible, ayudó mucho a mi cuñada, ella no podría haberse dado el lujo de ir con un profesional de su talla”. Nilda la miró sin comprender y una vez que comprendió dudó. Le pareció exagerado, ridículo, eso era para gente que no estaba tan ocupada como ella con semejantes responsabilidades. “Insisto”, dijo la Sra. Etcheverri, “es precisamente para gente como usted”.
Pasaron unos dias hasta que Nilda, exhausta y francamente preocupada, se decidió a ir a ver al Dr. Z., médico psiquiatra.
Su primera impresión fue buena. El Dr.Z. era un hombre de unos cincuenta años, canoso, que usaba lentes y lucía una barba blanca bien cuidada. Era la imagen del profesional concienzudo que Nilda tanto respetaba. A la primer entrevista, en la cual Nilda le contó de las exigencias de su trabajo, le siguieron varias otras en las que insistía con el asunto que tanto la consternaba, los empleados, la mercadería, los precios, la competencia; mientras, el Dr. Z. le hacía preguntas con el propósito de desviarla del tema. No fue fácil. Pero pronto Nilda se encontró hablando de su familia, de su infancia, y otras cuestiones que según ella no tenían nada que ver. Sin embargo, el Dr.Z. resultó ser un hombre muy persuasivo y Nilda empezó a confiar ciegamente en él. Le habló de su padre, un hombre severo y autoritario quien nunca creyó en ella y apenas si notaba que existía, volcando toda su atención en sus dos hermanos mayores. Su madre, mujer débil y sumisa, esperaba que Nilda siguiera su ejemplo y contrajera matrimonio con un hombre de fuerte personalidad y sólidos principios. Sus hermanos prosperaban en sus respectivas profesiones (ambos serían contadores como el padre) y Nilda prosperaría a la sombra de un hombre próspero. Cansada y agobiada por el plan familiar dejó la casa paterna a los veinte años para buscar un trabajo en el cual prosperar en base a su propia fuerza y excelentes cualidades, hasta entonces ignoradas por todos. Lo primero que encontró fue un trabajo de cajera en un pequeño supermercado. Pero pronto, debido a su gran talento y perseverancia...
En este punto del análisis Nilda retomó su tema preferido y le contó todo al Dr.Z. acerca de su asenso en el plano laboral y cómo un dia, debido a la trágica y repentina muerte del antiguo propietario y gracias a sus ahorros, se encontró dueña y señora del supermercado.
El Dr.Z., muy excitado por el delirio de Nilda, la instó, esta vez, a seguir. La escuchaba fascinado; sus lentes subían y bajaban al ritmo de sus cejas; su barba blanca temblaba de emoción; su frente amplia transpiraba por el calor que producían en su cerebro las palabras de Nilda. Un delirio perfecto, bien tramado, sin lagunas, prolijo como pocos, de una practicidad rara vez vista en un delirio; una joya delirante esa mujercita tenaz y laboriosa! Pero bien, había que poner fin a todo eso, derribar ese espléndido castillo de naipes, por el bien de todos, y para justificar sus honorarios.
Nilda se sentía muy feliz de poder hablar con el Dr.Z. Al fin alguien se interesaba por ella, la escuchaba, la comprendía, se preocupaba por su bienestar. Y todo a cambio de casi nada. El Dr.Z. había sido muy generoso y ella podía darse el lujo de pagarle sin que esto hiciera un agujero en su economía. Pensando en esto, concluyó que si ella fuera psiquiatra, cobraría sin dudas mucho más, y se preguntó cuánto necesitaría cobrar cada sesión para mantener el estilo de vida al que se había acostumbrado. Inmediatamente se dio cuenta de que era una locura pensar así, ella no era psiquiatra ni lo sería jamás. Aceptar esto le produjo un alivio inmenso y al librarse de semejantes cálculos su mente quedó libre para pensar en otras cosas. Después de todo, ella era simplemente la dueña de un supermercado. Reflexionó acerca de los últimos meses de terapia con el Dr.Z. y descubrió que mientras hablaba de sus tribulaciones en el trabajo ya no se sentía tan cansada y dormía tranquila. Trabajaba más y mejor que nunca; incluso sentía que sus empleados mostraban un respeto hacia ella que antes faltaba. Se felicitó por haber aceptado el concejo bien intencionado de la Sra. Etcheverri. Sin embargo, cuando en las sesiones hablaba de su familia, volvía a sentirse muy cansada y triste, como si ya nada de lo que hacía tuviera sentido alguno. Incluso tenía pesadillas en las que no era más que una simple cajera, insignificante, y lo peor, reemplazable. Este sentimiento, este vuelo de la imaginación en sueños, le producía tanto pánico que empezó a negarse a hablar de otra cosa que no fuera su trabajo con el Dr.Z. Éste, sorprendido aunque no tanto,decidió que era tiempo de implementar una medida más drástica. Se propuso hipnotizar a Nilda.
Y, siendo hombre de propósito, así lo hizo. Al encontrarse Nilda bajo hipnosis, el Dr.Z. le dijo que a partir de ese momento no era más que una simple cajera en el supermercado donde trabajaba, que no conocía a ningún Dr.Z. ni había visitado su consultorio y la mandó a dormir. Esa noche la culpa no dejó dormir al Dr.Z.

Al día siguiente Nilda llegó al supermercado y ocupó su lugar sin decir una palabra. Trabajó mediocremente y sin ganas todo el día y se fue a las seis en punto. Se sentía liviana y serena. Camino a la pensión, pasó por un cine y se metió sin prestar atención a la película que pasaban. Cuando salió, se fue a su cuarto de pensión y durmió doce horas. Al otro día llegó por primera vez tarde al trabajo. Siguieron días monótonos y aburridos en el supermercado. Pero por primera vez después de mucho tiempo Nilda sentía que estaba donde tenía que estar, que ese lugar en el que se encontraba le correspondía y que nada malo podía pasarle.
Sus compañeros, sin embargo, no compartían esta visión de las cosas. Desconcertados por el comportamiento de Nilda, pasaron a sentirse defraudados, luego indignados, y finalmente deprimidos. Un manto negro había caído sobre el supermercado. Había terminado la función. Los encargados abrían grandes los ojos al ver derrumbarse todo a su alrededor. Y juntos, encargados, empleados y cajeros, fueron testigos del desmoronamiento, tanto moral como material, del supermercado.
Finalmente llegó el día en que frustrados y cansados de esta nueva actitud de Nilda, tan contraria a su anterior desempeño, los encargados decidieron despedirla : “Ante vuestra injuria laboral, prescindo de sus servicios a partir del día de la fecha”.

El mismo día de su despido, en lugar de tomar el camino habitual a la pensión, Nilda caminó por calles desconocidas que sin embargo le eran vagamente familiares. Creyó reconocer un edificio en particular pero se dijo que eso era imposible. Se sentó en el café de la esquina a leer la sección de empleos del diario. Nada la convencía. De pronto, notó que un hombre canoso con una espléndida barba blanca la observaba con un disimulo mal logrado. Volvió su mirada al diario. A los cinco minutos el hombre de la barba se acercó a su mesa y le dijo ominosamente : “Usted no me conoce. Sin embargo, ejem, me permitiría que la invite con otro café?”. Nilda lo miró y un escalofrío le recorrió el cuerpo entero. Se escuchó decir “sí, cómo no”, como si fuera otra quien hablara por ella. El hombre resultó ser encantador ( su barba era realmente espléndida ); conversaron largo rato y Nilda supo instintivamente que se encontraba frente a un hombre de gran personalidad y fuerza moral. Un hombre próspero, como diría su madre. Se acordó de ésta y sintió nostalgia. Hacía tiempo que no la veía.
Durante las semanas que siguieron a este encuentro afortunado, Nilda regresó diariamente al mismo café con la excusa de leer la sección de empleos del diario. Y todas las tardes, a la misma hora, encontraba allí al desconocido de espléndida barba. Estos encuentros llevaron a una estrecha relación hecha de largas conversaciones, idas al cine, cenas y almuerzos, risas y llanto; material del que está hecha toda relación humana.
Un buen día, este próspero hombre de barba suntuosa le pidió caballerosamente matrimonio. Nilda, doncella sumisa y sublime, aceptó. Fueron felices y prosperaron a la sombra de aquella espléndida barba blanca.