lunes, 7 de julio de 2008

Crónica de un ex fumador

Día 6

Ayer me pasé la mayor parte del día metido en el baño. Nunca había hecho semejante cosa, algunos podrán decir que nunca había caído tan bajo. Que lo digan. En el baño, me elevo a alturas insospechadas, me llegan inspiraciones antes vedadas. He descubierto un nuevo universo, limpio y puro, libre del ajetreo mundano que antes me agobiaba sin yo saberlo. Mudé mi biblioteca al baño, o parte de ella. Sentado en el inodoro, o bien acurrucado en la bañera, donde puse una frazada y una almohada, leo con una concentración que antes me evadía; escribo con una lucidez nueva; soy un hombre nuevo. Soy tan feliz en mi escondite que hasta almuerzo y ceno allí, y la comida me sabe exquisita. Casi no pienso en fumar, salvo cuando escribo este diario, pero entonces me siento tan alejado de mis antiguas ansias que puedo hacerlo sin correr riesgos. Jamás fumaría en mi nuevo santuario, donde me siento renacer cada día. Y mientras realizo mis actividades cotidianas, el teléfono suena sin parar. Pensé en desconectarlo, pero disfruto su rinrinear, disfruto de la impotencia de los otros. Esto fue hasta que caí. Eran ya casi las nueve de la noche cuando me encontraba en la sala buscando un diccionario y escucho el ring ring que ya es como música para mis oídos. Encontrándome de ánimo desafiante y juguetón, se me da por atenderlo. Era Jorge, uno de mis mejores amigos, también él escritor y no fumador, pero inofensivo. Me invita a cenar a su casa, no hace mención de mi nuevo estilo de vida. Acepto. Me digo que sería bueno salir un poco, cenar con un amigo querido sin correr el riesgo de tentarme ya que no fuma ni pontifica acerca del cigarrillo. Me visto muy campante, paso por el supermercado y compro una botella del mejor vino que encuentro, y me dirijo hacia la casa de Jorge. Cuando llego, abre la puerta y veo la culpa que se le salta de los ojos. Estaban todos. Raúl, Miriam, Carla, Gonzalo, y hasta el narigón, que no fuma hace diez siglos y todavía habla del tema. Recibí un abrazo de cada uno de ellos, alguna que otra palmadita en la espalda, y una mirada de reproche por parte de Miriam, seguida de un dónde te habías metido? Nos preocupamos. Estuve en el baño, le dije. El único que se rió fue Jorge. Estimado Jorge, a pesar de haberme traicionado. Pasamos a la sala y me encontré rodeado de miradas inquisidoras. Todos quisieron saber cómo me sentía, qué hacía con mis horas, si sufría. Todos querían compartir sus experiencias conmigo. Largué una risotada que hasta a mí me sonó falsa y teatral. Se hizo un silencio; yo también callé, enrojeciendo de vergüenza. Después todos rieron, igual de falsos que yo, pero con cierto alivio. Fue una escena espantosa. Jorge vino al rescate. Cenamos?, dijo, y nos condujo a todos hacia el comedor, como a un rebaño de ovejas enloquecidas. Baahhh, dijimos todos, y lo seguimos. Una vez sentados a la mesa, el silencio se prolongó durante unos minutos más, quizás los más incómodos de mi vida. Ninguno me miraba a los ojos, jugaban con sus cubiertos como chicos, hasta que, una vez más, Jorge rompió el hielo y me preguntó acerca del libro que estoy escribiendo. Hablé sólo durante algunos minutos, torpemente explicando mi idea del libro, mis avances y retrocesos, hasta que Miriam, esta vez furiosa, me miró a los ojos y casi gritando dijo, qué te pasa Antonio? No querés hablar de lo que realmente te está pasando? La miré sorprendido. Realmente estoy escribiendo un libro, dije, y volví a enrojecer. El narigón carraspeó, como preparándose para hablar. En ese momento comprendí que no iba a ser tan fácil, que me tenían rodeado y que no me iban a dejar ir así nomás. Cuántos días llevás?, quiso saber el narigón. Le iba a responder con otra ironía cuando me llovieron el resto de las preguntas. Tenés tos?, quiso saber Carla. Usás parche?, inquirió Gonzalo. Por qué no atendés el teléfono?, me acorraló Miriam. Te paso la ensalada?, preguntó Jorge, sin poder sustraerse a la ronda de preguntas. Parecían todos más interesados en preguntar que en escuchar lo que yo tenía para decir. Los miré a todos y callé. Si me permiten, dije después de unos segundos, tengo que ir al baño. Me levanté y desaparecí tras la puerta de aquel cuartito que me acogía aún en casa ajena. No volví a salir en toda la noche. Pero los podía escuchar debatir mi destino. No me lo tomaba en serio, decían, así nunca iba a poder combatir el, es obvio que está asustado, yo en su lugar pediría ayuda, yo fui a un médico que me dio unas pastillas fabulo, yo me puse el parche el primer día, ya ni pienso en, menos mal que lo, qué buena decisión toma, pobre Antonio, se va a quedar ahí metido toda la noche, lo voy a buscar, no, dejalo. Pobre Antonio fue la sentencia final. A eso de las once ya todos se habían ido, con la pansita llena y muy satisfechos con su vida, seguramente. Jorge me fue a buscar al baño; me encontró dormido en el piso. Dice que roncaba y me veía muy pacífico, como un bebé. Una vez liberado me tomé lo que quedaba del vino con Jorge, charlamos un rato de literatura y, con un abrazo sincero, nos despedimos. Nunca sentí tanto agradecimiento hacia alguien. Nunca, como esa noche, tanto miedo y desprecio por la raza humana.

2 comentarios:

Estrella dijo...

Buenísimo el giro que está tomando esta historia. Hacer del baño el santuario antipucho no es una mala idea, casi como volver al útero primero. Sigo leyendo...

Anónimo dijo...

gracias estrella. yo me divierto enormemente, sobre todo porque fumo como una desquiciada mientras escribo...saludos